Primer artículo del Nº1 de Andalucía Ecológica publicado en Mayo de 1998.
DOÑANA EN PELIGRO
CRÓNICA DE UN DESASTRE QUE SE PUDO EVITAR
Fue pasadas las 3.30h. de la madrugada del sábado 25 de abril, y ocurrió como el taponazo de una botella de champán. La balsa donde se almacenan los residuos resultantes de la extracción de minerales en las minas de Aznalcóllar, en Sevilla, se rompió espectacularmente, abriéndose un agujero de más de 25 metros por el que se precipitaron cinco millones de metros cúbicos de residuos tóxicos.
La marea negra llegó primero al río Agrio para, desde él, pasar al Guadiamar, afluente del Guadalquivir que funciona como una auténtica autopista hidráulica camino del Parque Nacional de Doñana. La luz roja se encendió; el Coto está en peligro. Pero no sólo la más importante reserva natural española, porque la riada tóxica dejó tras de sí un rastro de más de 4.000 hectáreas afectadas, toneladas de peces muertos, cientos de familias en una precaria situación económica… Y lo que es peor, ha dañado unas zonas de un altísimo valor ecológico con unos resultados que todavía están por ver, pero que a buen seguro dejarán su herencia negativa durante décadas.
Hay tragedias que son inevitables, pero muchos coinciden en que la de Aznalcóllar es de las que se prevén. Con la ley en la mano puede que la empresa propietaria de las minas, la multinacional sueca Boliden Apirsa, no haya cometido delito alguno, pero desde luego supone un atentado a la lógica ubicar unas balsas de decantación junto al cauce de un río, lo que no deja de ser una puerta abierta que agrande las consecuencias del más mínimo accidente. Lo malo es que lo que ocurrió la madrugada del 25 de abril no fue precisamente mínimo, ya que la marea estaba compuesta por elementos de hierro, manganeso y zinc, entre otros metales que han hecho de éste el peor desastre ecológico sufrido en España. Lo peor, se insiste, es que ya se había apuntado el peligro que esto suponía, presentándose incluso denuncias que la Unión Europea archivó después de que las autoridades españolas aseguraran que se habían corregido las pequeñas anomalías detectadas.
Las críticas a estas instalaciones mineras han sido constantes durante las últimas décadas, todo un clásico de la reivindicaciones ecologistas de la provincia. Todo el mundo admitía que las balsas suponían un peligro, si, pero siempre se ha defendido que el peligro era mínimo dadas las medidas de seguridad adoptadas por la empresa. Todo era correcto como constató la propia Consejería de Industria de la Junta de Andalucía cuando, justo un día antes del desastre, revisó la presa sin encontrar ni una sola anomalía. El único problema reconocido se constató en 1995, cuando el Instituto Geológico Minero del Ministerio de Medio Ambiente certificó que el muro de la balsa era seguro, pero que existían filtraciones de aguas que fueron corregidas.
La voz de alarma
Es decir, que todo estaba en regla pero algo falló y el viejo miedo tomó la forma de una marea negra. Se ha recordado, por ejemplo, que al margen de las denuncias ecologistas la propia Unesco dio la voz de alarme en 1996. Un científico, Pablo Arambarri, que pertenecía la Programa Hombre y Biosfera de la Unesco firmo ese año un estudio en el que se alertaba del peligro. Como “una bomba química de relojería” se definía la situación, “y el Parque Nacional de Doñana podría ser un escenario paradigmático en el que esa bomba pudiera estallar”. La explosión, el taponazo de champán, se produjo al final con unas consecuencias que tardaremos mucho tiempo en reconocer realmente.
Por lo pronto, un comité de expertos del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) se ha hecho cargo de la situación con el objetivo de que el mal sea menor. De partida, el problema presenta tres frentes muy diferenciados: el impacto ecológico, las consecuencias para la actividad agrícola y las repercusiones en el sector pesquero. En definitiva, naturaleza y economía, porque de esta naturaleza viven cientos de familias que ahora han perdido sus cultivos, no pueden pescar o van a tener muchos problemas para trabajar de temporeros. Todo ello rematado con el paisaje dominado por un lodo negro que se ha asentado en los kilómetros de cuenca inmediatamente a continuación del punto en el que está la presa, mientras que 2´5 millones de metros cúbicos de agua ácida y saturada de metales ha sido estancada en la zona de Entremuros, justo a las puertas de un Parque Nacional de Doñana que, según las autoridades, no se ha visto afectado lo más mínimo. Las organizaciones ecologistas, lógicamente, no comparte una visión tan optimista.
Las consecuencias
El recuento de las consecuencias de este vertido no ha hecho más que empezar, pero ya se conocen las primeras cifras oficiales. En total se han visto afectadas 4.212 hectáreas, de las que 2.056 son de cultivos agrícolas, 1.052 de vegetación natural, 952 de cauces artificiales y naturales de ríos y 150 de escombreras. Una semana y media después del siniestro se habían recogido más de 22.000 kilos de peces muertos y se habían encontrado los cadáveres de algunas aves, evaluando la Consejería de Medio Ambiente los daños directos en flora y fauna en 719 millones de pesetas. Esta cantidad, añadiéndole los destrozos agrícolas y la evaluación indirecta, “será muy superior”, según reconoció el consejero, José Luís Blanco, en el Parlamento Andaluz. Por lo pronto, las organizaciones agrarias aseguran que las pérdidas superan los 12.000 millones de pesetas, de los que 2.000 millones son en concepto de cultivos, y el resto por la merma de potencial productivo de las tierras. A esto hay que añadir cálculos que cifran en los 30.000 millones la inversión necesaria para regenerar las zonas afectadas, que recuperarán su imagen anterior dentro de un número de décadas todavía por concretar.
Las autoridades han repetido hasta la saciedad que los productos agrícolas afectados no saldrán de la zona y mucho menos serán comercializados, que la situación es preocupante, pero no catastrofista, que realmente no se han producido unos daños irreparables… El desgañitamiento está sirviendo de poco, porque el fantasma del miedo ya ha levantado el vuelo, la mala imagen va a costar muchísimo lavarla. Los políticos se afanan en comer langostinos, beber agua, probar el pescado, una labor de catadores ante la opinión pública para gritar a los cuatro vientos que no hay que hacerle la cruz a la zona, pero nadie se fía. Hasta los lugareños desconfían del moderado optimismo mostrado por las administraciones, que achacan a un intento de no alarmar y de minimizar las consecuencias. La imagen de Doñana se ha emponzoñado y esto puede suponer miles de millones de pérdidas añadidas en concepto de productos agrícolas que nadie quiera consumir o por un descenso de la afluencia turística.
Nuevos datos
A esto ayuda que las consecuencias reales del vertido todavía se desconocen, lo que ayuda a mantener la bandera bien alta a los más catastrofistas. Cada día se va conociendo algo nuevo y normalmente es para mal. Hasta ahora han sido los peces los que se han visto afectados, pero los ornitólogos más pesimistas no hacen más que decir que es cuestión de tiempo, que en pocos meses aparecerán las primeras aves muertas, o auguran que será el año que viene cuando se sepa realmente hasta dónde llega el daño. Buena muestra de cómo cambian las cosas ha sido la valoración que se ha ido haciendo de los lodos tóxicos que dejó la marea negra a su paso: inicialmente se dijo que era un desastre para después introducir un leve rayo de esperanza con el hecho de que los metales detectados en el agua presentaban menos problemas de toxicidad al abundar hierro, manganeso y zinc frente a cobre, plomo y cadmio. Al final fue el CSIC el encargado de poner las cosas en su sitio, cuando semana y media después del siniestro advirtió de la presencia de arsénico en los lodos, lo que obligó a modificar el sistema de recogida puesto en marcha una semana después de que se rompiese la presa. Por lo pronto, se obligó a los trabajadores a utilizar guantes y mascarillas, elementos que inicialmente no se emplearon.
Polémicas
Con todo, la peor imagen junto a la del Guadiamar arrasada ha sido la que han dado Gobierno Central y Junta de Andalucía, que inicialmente estuvieron más preocupados en subrayar que el desastre no entraba dentro de sus competencias que en arrimar el hombro. Ambas administraciones se tiraron sus puyas, e hicieron falta cinco días para que se dieran cuenta de lo que había que hacer era ponerse manos a la obra independientemente del color político de estas manos. El trabajo se inició de manera conjunta, aunque con el coro de fondo que pusieron partidos políticos y agrupaciones ecologista pidiendo a voz en grito dimisiones a diestro y siniestro. No obstante, las alianzas son frágiles cuando se habla de rivales políticos como son el PP, que gestiona el Gobierno, y el PSOE, al frente de la Junta. El jueves el accidente llegaba al Parlamento nacional y allí la ministra de Medio Ambiente, Isabel Tocino, se esforzaba más en repetir que las responsabilidades son del Gobierno Autonómico que en explicar qué ocurrió o qué se va a hacer para intentar reparar la situación.
Indemnizaciones
Con semejante panorama, para los afectados la única noticia menos desagradable es que Boliden Apirsa asegura que pagará el cien por cien de las cosechas afectadas, y que además lo hará en menos de un mes. De esta manera la multinacional sueca dueña de Minas de Aznalcóllar se desdecía de su intención inicial, que no era otra que esperar a ver qué decían los tribunales para empezar a pagar indemnizaciones. Agricultores y pescadores, no obstante, no las tienen todas consigo y reclaman, entre otras cuestiones, que sean las administraciones las que adelanten el dinero para después cobrárselo a Boliden y que se habilite un Plan de Empleo Rural (PER) especial para garantizar las peonadas que, dado que se han suspendido las labores agrícolas en las zonas afectadas, van a perder los jornaleros. Inicialmente el Gobierno Central ha dicho que sí a esto último, invirtiendo estas peonadas extraordinarias en las tareas que se están cometiendo para retirar los residuos minerales a lo largo y ancho del cauce del Guadiamar. Lo más curioso de todo esto es que nadie ha asumido la responsabilidad desde un punto de vista estricto. Boliden a lo más que ha llegado es a asegurar que el accidente puede haber sido fruto de un corrimiento de tierras, pero las administraciones ni han abierto la boca para decir que el problema, al fin y al cabo, es que había una balsa de decantación en una zona especialmente delicada para ello. El embalse, por cierto, terminó de repararse el miércoles, aunque pasará un buen tiempo hasta que pueda ser utilizada, si es que vuelve a estar en servicio. La multinacional sueca asegura que su intención es seguir extrayendo minerales, aunque por delante irá una regulación de empleo a la que se ve obligada dada la reducción de actividad. Ahora el principal trabajo que se hace en los alrededores es el de enterrar los lodos arrancados al cauce en una antigua mina habilitada para dar sepultura a la muerte en forma de masa negra.
Queda para el final, quizás porque es de lo más importante, el Parque Nacional de Doñana, ante cuyas puertas se llegaron a levantar tres diques de contención para evitar que el agua entrase en su interior. Junto a estas medidas, lo mejor ha sido que el suelo en el que han quedado estancados 2´5 millones de metros cúbicos de aguas tóxicas es arcilloso y, por tanto, impermeable. Las autoridades insisten en que no ha resultado afectados los acuíferos y, sobre todo, que la marea negra no ha logrado avanzar ni un centímetro en la que es la reserva de la biosfera, algo que no se creen ni por asomo los ecologistas. En los municipios afectados, mientras tanto, esperan con escepticismo y preocupación para ver qué es lo que pasa al final, aunque no disimulan un ligero malestar porque todo el mundo esté más preocupado en evitar cualquier daño a los animales de la zona que en pensar qué va a ser de las familias que se quedan sin trabajo.
Más vale prevenir
Los ecologistas siempre han mantenido que un desastre ecológico es, además, un desastre económico, esgrimiendo este argumento ante los que anteponen su defensa de un entorno frente a las actividades de la población de ese espacio. El desastre de Doñana ha venido a darles la razón: sin el vertido no se estaría hablando de que penden de un hilo los puestos de los 500 trabajadores de la mina y de los cientos de familias que viven de la agricultura y la pesca. Aunque sólo sea por los intereses económicos que tanto pregonan algunos, las minas de Aznalcóllar han dejado tras su mensaje de marea negra que más vale prevenir que curar, y no sólo por proteger a los animales.
Antonio Morente es periodista